Igualdad, solidaridad y nueva estatalidad. El futuro después de la pandemia
Más de una vez escuchamos que la excepción hace a la regla. En su significado más corriente, esta expresión quiere decir que, efectivamente, el caso que se desvía de la regla es el que confirma la normalidad del resto de los casos; es decir, a la regla misma. Hay otras interpretaciones para esta expresión que pueden resultar útiles, como punto de partida, para pensar y entender estos días excepcionales derivados de la pandemia de coronavirus. Y, también, para pensar el futuro de la Argentina.
Que la excepción hace a la regla también significa que la observación de los momentos excepcionales nos permite ver más claramente las reglas que orientan la “normalidad”, cuando ciertas rutinas, velos, naturalizaciones, esconden o desdibujan las reglas que hacen al poder, a la sociedad, a los individuos. Digamos, entonces, que la excepción también muestra a la regla.
Si es así, ¿qué hemos podido ver? ¿Qué nos ha mostrado, hasta hoy, la pandemia?.
Primero, como probablemente ninguna otra experiencia social cercana, nos reveló cuan profundas son las huellas que dejó el neoliberalismo en nuestra sociedad. Más allá de la obvia afirmación que de su mano el individualismo avanzó entre nosotros (así como lo hizo en casi todo el mundo), es importante comenzar a preguntarnos, como lo hace el sociólogo François Dubet (2016), si es cierto que hemos comenzado a preferir la desigualdad, aunque afirmemos lo contrario.
Nuestro neoliberalismo más cercano, el de los años 2015-2019, fue posible porque gran parte de nuestra sociedad apoyó un modelo que transformó a la Argentina en una máquina de producir desigualdades; y no sólo de pobreza, sino de distancias cada vez más abismales entre los más ricos y los más pobres. Y ese modelo fue acompañado por un relato que naturalizó la desigualdad, y que para ello retomó numerosos elementos del sentido común ya existente entre los argentinos y argentinas, produciendo otros nuevos (Canelo, 2019). Un relato centrado, entre otros elementos, en la condena de lo estatal y de lo político, y en la culpabilización (responsabilización) de las víctimas. Ese modelo, ese relato y ese sentido común fueron consagrados nada menos que por un 40,8% de nuestra sociedad en las últimas elecciones presidenciales de 2019, a pesar de la desastrosa performance económica del gobierno de Mauricio Macri, y a pesar de (¿o gracias a?) la desigualdad que había producido.
Segundo, la pandemia nos mostró el ejercicio de numerosas resistencias a la solidaridad. La solidaridad, concepto fundamental del discurso del gobierno de Alberto Fernández y del Frente de Todos, cuya frase inaugural probablemente haya sido la de “empezar por los de abajo para llegar hasta todos”, que fue muy celebrada desde lo simbólico, pero ampliamente resistida por muchos sectores en la práctica concreta y cotidiana.
Estas resistencias a la solidaridad no están mostrando de ninguna forma los síntomas de aquella “argentinidad desviada” o “anormal” que ya ocupó demasiadas páginas en nuestros libros de ciencias sociales. Lo que revelan es algo más profundo: el debilitamiento del valor de la igualdad como principio rector de nuestra sociedad. Porque no es posible la solidaridad sin una idea común, previa, de igualdad. Y uno de los éxitos culturales más contundentes del neoliberalismo, a través de la producción de ese relato legitimador de la desigualdad del que hablábamos, fue lograr que ya no nos consideremos iguales, que ya no nos veamos los unos a los otros como semejantes. Y si es así, ¿por qué deberíamos tener que aceptar “pagar por el otro”, como se pregunta Dubet? ¿Por qué deberíamos ser solidarios?.
Lo poco que sabemos hasta hoy sobre cómo nos cambió la pandemia es que, a simple vista, nos devolvió una cierta sensación de igualdad, de pertenencia a una misma comunidad. Alteradas las rutinas cotidianas y las certidumbres, el “enemigo invisible” nos igualó. Hoy nos percibimos todos igualmente vulnerables ante su amenaza, todos igualmente inseguros, todos igualmente temerosos. Y como todos podemos ser afectados si los demás se afectan también, en gran medida el problema del otro tiende a convertirse en un problema de todos.
La pandemia nos igualó; y acto seguido, también nos mostró la profunda desigualdad en la que vivíamos. Por ejemplo, entre algunos de nosotros parece haber crecido la conciencia del propio privilegio: el de tener una casa habitable, un trabajo, un sueldo asegurado (o ahorros disponibles), educación, alimentos, salud, seguridad. Otros, posiblemente, nos encontramos por primera vez compartiendo aquellos problemas que antes sentíamos lejos (no llegar a fin de mes, no poder pagar el alquiler, subalimentarnos, etc.), aunque “normalmente” sí atravesaban a los sectores más frágiles o vulnerables de nuestra sociedad (trabajadores informales, desocupados, precarizados, pobres, etc.). Pero, ¿modificó la pandemia nuestro vínculo con la desigualdad? ¿De qué forma? Porque ante la expectativa concreta de “pagar por el otro” las actitudes varían entre la disposición a la solidaridad, por un lado, y la afirmación en el individualismo y la policialización en el vínculo con los demás, por el otro.
Dijimos al principio que había varios significados posibles para la frase la excepción hace la regla. Un tercer significado, no menos importante que los que ya señalamos, es que la excepción es una oportunidad para construir nuevas reglas. Que modifiquen, luego, las condiciones de una nueva “normalidad”, postpandemia, sobre la que tenemos pocas certezas, pero sobre la que sí sabemos que será, al menos en parte, nueva.
Para construir nuevas reglas el paso decisivo es la construcción de una nueva estatalidad. Porque hoy parecemos asistir a la generación de dos consensos, inestables, pero consensos al fin. Primero, que la máxima autoridad para definir y jerarquizar los problemas de la sociedad, y distribuir sus riesgos y costos, es el Estado. Hoy vuelve a ser reveladora la idea ya señalada por el historiador Alexander Gerschenkron (1962), entre otros, de que no existen en la sociedad instituciones capaces de distribuir los riesgos con eficacia, y que por eso quien debe distribuirlos es el Estado. Segundo, que, para las mayorías, el Estado ha dejado de ser considerado como un problema, como lo fue durante la larga era neoliberal, para pasar a ser una solución, según la potente caracterización del sociólogo Peter Evans (1996).
Más aún: en la pandemia actual, el Estado no sólo es visto como una solución, sino como la única. Esta situación inédita amplía decisivamente el margen de oportunidad para discutir y construir las reglas que organizarán nuestro futuro post-pandemia. La “resolución” de la pandemia, en el sentido de la construcción de una nueva normalidad, es una disputa que se resolverá en acto, en proceso, a medida que avanzamos hacia ella. Por eso, es ahora el momento de discutir cuál es la nueva estatalidad que queremos para nuestro futuro.
Preguntémonos primero qué Estado nos falta. Las respuestas a esta pregunta serán muchas: porque no será lo mismo responderla hoy, a poco de desatada la pandemia en nuestro país, que dentro de una semana; y porque el Estado no le “hace falta” de igual forma a un/a empleado/a en blanco que a un/a trabajador/a informal o a un/a trabajador/a desocupado/a; a una gran empresa que a una PyME; a un/a jubilado/a, que a un/a estudiante, o que a una ama de casa.
¿Cuál es el Estado “faltante” que nos mostró la pandemia? Hasta hoy vimos en acción algunas de las incapacidades del Estado que teníamos. Observamos muchas dificultades para distribuir con eficacia y efectividad los costos de la pandemia, y para lograr que muchos sectores, incluso los que más tienen, acepten resignar una parte de lo propio, aunque lo que esté en juego sea la vida del otro (tal el caso, por ejemplo, del impuesto a la riqueza). Muchas de estas carencias del Estado fueron puestas en evidencia y potenciadas durante la pandemia, por las rupturas de todo tipo que la misma produjo, pero venían siendo arrastradas desde mucho antes. Lo que hizo la pandemia fue volverlas más visibles, y en muchos casos, mucho más graves. Vimos a un Estado que, aún replegado sobre sus funciones esenciales (la preservación de la vida, la salud, la alimentación, la seguridad), sólo pudo cumplirlas parcialmente. Hubo áreas completas que no encontraron o que no cumplieron su rol en la crisis; muchas dificultades de articulación y coordinación entre las distintas áreas (sociales, políticas, económicas) y niveles del gobierno (nacional, locales), y al interior de los mismos; y hasta incapacidad para prever y ejecutar medidas básicas, como la atención bancaria, algunas prestaciones previsionales y/o sociales básicas, el control de abastecimiento y precios, la coordinación de las medidas propias de las distintas etapas de la cuarentena obligatoria.
¿Fue difícil? ¿Fue un desafío inesperado gobernar a una sociedad bajo pandemia? Sin dudas. ¿Muchas falencias fueron suplidas por un esfuerzo humano importante en muchos niveles, y sobre todo por un liderazgo presidencial claro y sensato? Probablemente. Pero recordemos que de lo que estamos hablando es del Estado, y no del gobierno que ejerce la conducción política de ese Estado.
Preguntémonos ahora qué Estado queremos. Porque descubrir qué Estado nos falta, es lo que nos pone, en gran medida, en condiciones para discutir sobre una nueva estatalidad. Sobre las condiciones para lograr un Estado que sea capaz de producir y cuidar lo que nos es común (aquello que se encuentra en la tensión entre lo general y lo particular). Eso que nos hace comunidad en la diversidad que se muestra diariamente en barrios, sindicatos, clubes, empresas, partidos políticos, movimientos sociales; diversidades étnicas, culturales, religiosas, lingüísticas, de género, etc. Construir lo que nos es común rejerarquizando a la igualdad como valor y a la solidaridad como regla es decisivo, indispensable, en tiempos de creciente desigualdad y fragmentación social.
Estamos acostumbrados (en parte así lo indica el sentido común sobre el Estado) a pedir o “menos burocracia” o una “burocracia autónoma” de las influencias, presiones y tensiones de la sociedad. Sin embargo, la pandemia nos mostró que la capacidad estatal no está vinculada necesariamente con el aislamiento del Estado. Por el contrario, en muchos casos, la vinculación previa de distintas agencias y burocracias estatales con actores más o menos organizados de la sociedad (sindicatos, organizaciones de trabajadores desocupados, movimientos sociales y políticos, etc.) potenció notablemente la resolución de los problemas más graves y urgentes. Aquí, el área social fue un ejemplo claro, pero no fue la única.
Si queremos que esa nueva estatalidad esté basada en la capacidad del Estado para producir lo que nos es común y cuidarlo, ¿cómo lograrla?.
El primer plano, retomando la expresión de Sebastián Abad y Mariana Cantarelli (2012), es reconstruir el pensamiento estatal: no nos referimos a un pensamiento sobre el Estado, sino a un pensamiento específico del Estado. El Estado debe construir sentido, además de ser la cristalización de ese sentido. Porque uno de los máximos triunfos del neoliberalismo fue lograr que el Estado deje de pensarse a sí mismo, liberando ese espacio para otros agentes que lo colonizaron con sus valores e intereses: los del mercado, los del poder económico, los de las corporaciones, etc. Los argentinos y argentinas lo experimentamos con claridad durante el gobierno de Mauricio Macri, cuando el Estado fue “manejado como una empresa”, con los resultados a la vista.
¿Cuál es el propósito fundamental de ese pensamiento estatal? La discusión y definición de una ética específicamente estatal que defina los valores e intereses que nos son comunes a todos: la solidaridad, la igualdad y la responsabilidad del cuidado de lo común. Y que oriente las prácticas que sean puestas en marcha para resolver los problemas comunes del futuro, muchos de ellos puestos en evidencia o profundizados por la pandemia: por ejemplo, las desigualdades sociales, la relación del trabajo y de la educación con las nuevas tecnologías, el control territorial, el desarrollo productivo y su sustentabilidad ambiental.
El segundo plano para trabajar por una nueva estatalidad es transformar el sentido común existente sobre lo estatal, porque toda lucha política es una lucha por el sentido común. Se trata de disputar, como lo formuló el político e intelectual Alvaro García Linera (2018), nada menos que el sentido que define ese “orden del mundo que está impreso en la piel de las personas”. Es así que la argamasa de esta labor será la cultura existente sobre el Estado y sus agencias, donde hasta hace pocos años apreciamos un sólido consenso a-político y a-estatal (cuando no netamente antipolítico o antiestatal).
¿Por qué es importante este sentido común? Porque, por ejemplo, determina las respuestas a preguntas tan fundamentales como éstas: ¿nuestra salud y/o nuestra alimentación deben ser consideradas problemas de toda nuestra sociedad, o sólo, por ejemplo, de los enfermos o hambrientos? ¿La educación y la seguridad deben ser consideradas derechos que deben ser garantizados por el Estado, o sólo como problemas individuales a ser resueltos (o no resueltos) por el mercado? Son estas muchas de las preguntas que fueron puestas en escena por la pandemia, y que tensionan algunos de los consensos más profundos que sostienen el orden neoliberal.
Para lograr esa transformación cultural es imperioso construir una subjetividad estatal responsable del cuidado de lo común. Y esto es mucho más que ser honesto con los fondos públicos, que ser eficaz en el cumplimiento de las tareas, que ser transparente en la asignación de recursos. Se trata de un trabajo cultural, que afecte positivamente el prestigio y la autopercepción y autoestima de los agentes estatales, y de una labor sobre sus prácticas concretas y cotidianas y, de ese modo, sobre los resultados y efectos de la organización que integran.
En la construcción de esta subjetividad estatal es fundamental lograr que sus agentes se perciban a sí mismos (y así puedan ser percibidos por otros) como sujetos prioritariamente estatales, dotados de un status distintivo frente a otras posiciones no estatales. Y para fortalecer esta autopercepción estatal es ineludible su rejerarquización salarial y profesional, como también su socialización en reglas coherentes y estables en el tiempo, en principios de avance y progreso en la carrera, vinculados con su rendimiento y su formación profesional crecientes, y en criterios de evaluación o rendición de cuentas específicamente estatales (definidas por el pensamiento estatal).
Nos referimos especialmente a la solidaridad, a la igualdad, y a la responsabilidad sobre lo que es común, y también al compromiso con lo público, a la idea de servicio, a la relevancia, a la trascendencia, a la honestidad, a la vocación (sin que esta última sea una excusa para el pago de magros salarios y condiciones deficientes de trabajo, principio que opera en el más llano sentido común sobre el Estado). Deberíamos, por ejemplo, revalorizar principios como la eficacia (que nos habla del logro) y/o la efectividad (que nos habla del impacto), ambas nociones específicamente políticas, y abdicar, por ejemplo, de la idea de eficiencia (criterio económico impuesto por el universo no estatal, que hasta hace poco tiempo permeaba el discurso de los más altos funcionarios estatales). El proceder de los agentes estatales (incluidos los altos funcionarios) no puede responder, como advertía Max Weber (1985), a una mera “lucha por las rentas individuales”, concepto tan extendido en el sentido común, que abre escenarios favorables, por ejemplo, a discusiones oportunistas sobre la necesidad de reducir “el costo de la política”. La producción de una subjetividad estatal rejerarquizada debe permitirle, a quienes forman parte de ella, ver en la consecución de las metas de conjunto la realización de su propia meta individual.
La nueva estatalidad que estamos en condiciones de discutir aprovechando las enseñanzas y oportunidades de la pandemia, supone un Estado capaz de producir comunidad y de cuidarla. En este contexto de profunda desigualdad y fragmentación social, es el Estado el que debe poner en el centro de su acción a la igualdad, a la solidaridad y a la responsabilidad como valores fundamentales. Y no sólo enunciarlas, sino además hacerlas cumplir efectivamente. Construir lo que nos es común y defenderlo es, también, tener la autoridad suficiente para decidir en última instancia y legítimamente cuál será la distribución de riesgos y costos, como sólo puede hacerlo el Estado. Reiterando la afirmación del presidente Fernández, “nadie se le puede plantar al Estado”: porque si no es el Estado el que decide y actúa, necesariamente la decisión y la acción quedarán en manos de los más poderosos.
Paula Canelo es Doctora en Ciencias Sociales (FLACSO), Magister en Ciencia Política (IDAES – UNSAM) y Licenciada en Sociología (FCS – UBA). Además de ser Investigadora del CITRA/CONICET, es profesora de grado y posgrado en la UBA y UNSAM. Algunos de sus libros son: ¿Un nuevo rol para las Fuerzas Armadas? Políticos y militares frente a la protesta social, los derechos humanos y la crisis presupuestaria. Argentina (1995-2002) (CLACSO, 2010), El Proceso en su laberinto. La interna militar de Videla a Bignone (Prometeo, 2008) y ¿Cambiamos? La batalla cultural por el sentido común de los argentinos (Siglo XXI, 2019).
Fuente: publicación El Futuro después del Covid-19